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O
pinión
en Estados Unidos, tienen las peores es-
tadísticas de suicidios de todo el país. Lo
achacan a un clásico, la falta de luz solar,
unido a temporales, frío y condiciones in-
tempestivas y cambiantes en general. Di-
cen que el grunge, estadio depresivo de
la música rock en que los intérpretes se
miran todo el tiempo sus zapatos, nació
allí por influencia del imposible clima du-
rante casi todo el año. Sin embargo, en el
otro extremo del país, en la costa atlántica
de Boston, hay un dicho, “si no le gusta el
clima, no se preocupe, cambiará en cinco
minutos”, es decir, que no es mucho mejor
que en Seattle, y sin embargo las esta-
dísticas oficiales de gente que se tira por
la ventana parece que son mejores. A ver
si la dislocación mental de la gente no va
a ser cosa del clima ni de las estaciones
del año, o no principalmente. En Europa,
Finlandia tiene una fama siniestra en este
asunto, porque sus estadísticas de gente
deprimida que decide acabar con todo no
son buenas. Pero, ¿seguro que es por las
condiciones climáticas polares? La vida
allí es dura pero, ¿lo es menos en Etiopía,
donde disfrutan de mucho sol?
Me temo que la principal diferencia entre
los países con malas estadísticas de sui-
cidios “por el clima” con respecto a aque-
llos países donde aparentemente la gente
no hace esas cosas porque hace más luz
solar son, precisamente, que haya publi-
cación de estadísticas. En los países del
norte se publican y, por ejemplo, aquí no.
En España, país en principio con bastante
luz solar, como se sabe, en realidad no hay
estadísticas públicas fiables de suicidios
ni existen mediáticamente los suicidios,
porque se cree de forma bastante tercer-
mundista que publicarlos mueve al “efecto
contagio”. Si se publicaran, tal vez com-
probaríamos con sorpresa que en un país
con sobreabundancia de sol pasa más o
menos lo mismo que en cualquier sitio
nublado. Y el calor extremo de estos días
viene a influir en las ganas de quitarse de
en medio como la apacible e interminable
lluvia en Bruselas: poco o nada. En Espa-
ña no sabemos si la gente pierde o no las
ganas de vivir a partir de un cierto infierno
ambiental, porque aquí pública y mediáti-
camente no hay suicidios sino que todos se
mueren “en extrañas circunstancias”.
L
e declaró su amor. Le dijo que estaba perdidamente ena-
morado de ella, pese a las recomendaciones de su mejor
amigo que sostenía que con esa manifestación estúpida vía
correo electrónico no llegaría a ninguna parte. Pero qué podía ha-
cer él si se había quedado obnubilado desde el primer momento
que ella entró en aquel común lugar de trabajo y, cada vez que
intentaba decirle algo, se quedaba sin palabras.
Pensó que lo mejor sería declararle su amor, por correo electró-
nico, dedicándole un hermoso poema de su cosecha y firmándolo
con un seudónimo.
No pudo ver la cara de ella cuando leyó el e-mail, ni tampoco
qué fue lo que hizo con él. Se imaginó que, tal vez, había acaricia-
do el cristal azul de la pantalla del ordenador, o lo había impreso
y se lo había acercado al corazón, o a los labios. Pensó también
que, probablemente, le había dado a una tecla, una sola tecla,
que habría enviado su mensaje a..., por cierto, ¿adónde? Porque
hasta entonces no se le había ocurrido pensar a qué lugar irían
todos esos mensajes cargados de sentimientos e informaciones
dispares que se cruzan por el ciberespacio después de pulsar “su-
primir”. Recordó la canción de Víctor Manuel que pregunta que a
qué lugar irán los besos que no damos, y concluyó que tan difícil
era responder a una cosa como a la otra: si los besos se pierden
antes de darlos (o por no darlos), los mensajes, por muy dados
que estén, pueden de igual manera perderse en las profundidades
de cualquier ciberagujero negro.
El amigo seguía machacándolo: que si había recibido ya algu-
na respuesta; que vaya una tontería perder la razón por algo tan
absurdo llamado amor; que si no conocía ningún amor interesante
y muchos interesados; que enviándole cartitas anónimas no con-
seguiría conquistarla y sí que ella lo viera como un pobre iluso que
sólo inspira compasión por su situación emocional... Sin embargo,
las palabras de su cruel (“cabronaaaso”, diría yo) amigo no hacían
mella en el ardiente corazón que seguía bombardeando con pala-
bras tiernas y cálidas el correo de su compañera de trabajo.
Él, por su parte, abría el suyo varias veces a lo largo de la ma-
ñana para comprobar si ella respondía a sus requerimientos, si
había descubierto cuál de sus compañeros era aquel escondido
enamorado que, como en los mejores tiempos del romanticismo,
le enviaba cartas y flores vía Internet. Pero, para angustia suya y
regocijo de su amigo, el deseado e-mail seguía sin aparecer en su
correo electrónico.
Se dispuso a imprimir todas las cartas que le había enviado a
su amada y que mantenía en su correspondiente archivo en el dis-
co duro y dárselas en mano explicándole las causas que le habían
llevado a utilizar la ficticia distancia del ordenador, pero cuando
intentó acceder a ellas comprobó, con sorpresa, que un virus ha-
bía borrado todas las hermosas palabras que él había escrito tan
tiernamente para ella, intento recuperar alguna, pero sólo consi-
guió que el virus penetrara en él y siguiera borrando y borrando en
su cerebro palabras que aludían a la tibieza física de las palabras,
palabras evocadoras, palabras que eran vehículo de emociones,
palabras llenas de amor... así hasta dejarlo completamente vacío.
Entretanto ella, cuando dejó de recibir aquellos correos, co-
menzó a sacudir la pantalla del ordenador para que éste escu-
piera las cartas que se habían convertido en el sustento de su
anodina vida.
AMOR CIBERNÉTICO
CICUTA CON ALMÍBAR
Ana María Tomás
Cuando llega el calor, como
cuando en otras partes sopla el
viento, la gente suele empezar a
decir cosas raras, las cabezas se
van y aumentan algo las peleas
domésticas y de bar