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Especial
Felipe VI
nómico asistente, el Protocolo del Palacio
Real me situó con los miembros del Cuer-
po Diplomático en el llamado salón de los
Relojes, próximo al Salón del Trono en el
que tendría lugar el tradicional besamanos.
Poco después, formados en fila, nos dirigi-
mos a saludar a Sus Majestades los Reyes
y al resto de la Familia Real. Al verme llegar
entre tanto Embajador, el Príncipe Don Fe-
lipe, con quien había estado recientemente
en varias ocasiones, me retuvo la mano y,
con esa sonrisa cómplice y un tanto soca-
rrona de la que hablaba, me dijo:
-¡Hombre, Consejero, cuánto tiempo sin
vernos! Por cierto, ¿de qué país eres Em-
bajador?
-Del Reino de Murcia, Alteza, que
no es mal sitio –le contesté con re-
tranca murciana.
-De los mejores, Consejero, de los mejores
–me replicó Su Alteza recogiendo el guante.
La anécdota revela algo más que un
fino sentido del humor por parte de Don
Felipe. Esa media sonrisa, que se advierte
en el retrato de Falgas, no es madrileña,
ni sevillana, ni de ninguna otra parte que
no sea Murcia. Don Felipe, naciera donde
naciera, es también un Príncipe murciano.
Su estancia en tierras de Murcia y sus fre-
cuentes visitas han dejado en su carácter
una impronta que nos resulta ciertamente
familiar. El Príncipe sabe sonreír a la mur-
ciana, disfruta de las cosas pequeñas con
esa sonrisa un punto socarrona tan nues-
tra. La broma, algo zumbona, propicia ese
clima de complicidad que, viniendo de
quien viene, es un regalo real. Su sonrisa,
más que en los labios, está en sus ojos.
También los ojos definen a las personas.
Los ojos de Don Felipe, de un intenso azul
oscuro, son unos ojos limpios, con el brillo
de una juventud que no se adivina pasaje-
ra. El Príncipe mira de frente, directamente
a los ojos de aquél con quien habla, lo que,
por otra parte, resulta singular pues te mira
desde sus casi dos metros de altura.
Y esto me trae a la memoria otra anéc-
dota ocurrida durante aquellas sesiones
de posado en La Zarzuela. Cuando está-
bamos montando el caballete y el equipo
fotográfico, Tito Bernal, que era de cor-
ta estatura, se percató de que le iba a
ser imposible tomar primeros planos del
Príncipe que medía, y mide, casi dos
metros. Entonces se acercó a un miem-
bro del servicio de Palacio y, ni corto ni
perezoso, le dijo “si le podía apañar un
perigallo”. El sirviente se quedó visible-
mente azorado porque no entendía que
era eso de “apañar un perigallo”. Evi-
dentemente, no era de Murcia. Entonces
corrí en su auxilio y le dije que lo que
Tito había pedido era una escalera do-
méstica. Cuando llegó el Príncipe, Su
Alteza y su altura, a posar para el retrato,
Tito se encaramó al perigallo y comen-
zó a sacar fotos ante la mirada divertida
de Don Felipe. El propio Tito, con aquel
humor genial que no le abandonó ni en
sus últimas horas, contó la anécdota del
perigallo, lo que hizo que a Don Felipe le
asaltaba la risa cada vez que veía a Tito
encaramado en la escalera.
Al término de la segunda sesión en La
Zarzuela, más divertida y relajada aún que
la primera, mientras comentábamos el re-
trato recién terminado se me ocurrió bro-
mear con el “excelente servicio” que aca-
bábamos de rendir a la Corona y “por el
que no pedíamos más recompen-
sa” que ser nombrados marque-
ses. El príncipe se echó a reír (o tal
vez se tomó en serio la propuesta
hecha en broma, pronto saldremos de du-
das) y nos preguntó de qué queríamos ser
marqueses. “El pintor, Marqués de Falgas,
por supuesto”, le contesté. “Yo de lo que Su
Alteza prefiera, algo doméstico”, le dije. “Y
Tito quiere ser Marqués de…”. Don Felipe
no me dejó terminar y, anticipándose a la
broma, exclamó: “Consejero, déjame que
lo adivine, Tito quiere ser… Marqués del
Perigallo”.
Hoy, que Don Felipe es el Rey de Espa-
ña, termino este escrito con un deseo: Que
Don Felipe conserve como Rey el buen hu-
mor que tuvo como Príncipe. Y todos noso-
tros, que lo veamos.
“Don Felipe, naciera donde naciera, es
también un Príncipe murciano”
Varios momentos de la visita a La Zarzuela en
2001 para realizar el retrato del entonces Príncipe
de Asturias.