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C
ultura
Paisaje urbano de invierno en París:
la mano de Grau Sala
PINTURAS NARRADAS
Por Santiago Delgado
E
l dulce sol parisino de invierno perspectiva la visión del
parque. Las desnudas ramas denuncian la altura del ob-
servador. La nieve limpia dialoga con el sol, tan horizontal,
a pesar del mediodía o primera tarde. Las sombras se alargan
en la breve tarde francesa. La umbría se diagonaliza en el tercio
superior del cuadro, poniendo feble contraste con la débil solana.
Ah, los balcones del pintor… Verticales, los árboles claman hacia
el cielo en vano, pero delimitan espacio, denuncian que existe lu-
gar vacío. Construyen aire y suelo, donde las tres monjitas, como
sobre ruedas, se deslizan ha-
cia la siniestra dirección, cami-
no mismo de los rayos del sol.
La pareja de ancianos anda
solemne, más que despacio,
hacia los pinceles mismos del artista. La madre y la niña se cru-
zan con ellos. La nurse, con el carricoche del bebé; puesto al sol,
para vitaminar al niño, sentada en el banco de madera. Una hori-
zontalidad en la base del lienzo que equilibra la guerra de las dia-
gonales y verticalidades con que Grau sala estructuró su cuadro.
Ah… y el caballo blanco, distinto de la nieve, que porta el tilburí,
hacia las sombras… Un cura con dos infantes, y los demás, hu-
manizadas manchas tenues que el pintor quiso testimoniar como
circunstanciales.
¡Oh momento impresionista de una encrucijada urbana del París
de todos los tiempos…! Materia de pintura de unos principios de si-
glo que pretendieron más de lo que alcanzaron. El cuadro no quiere
plasmar lo que es, sino lo que los pinceles ven o pueden ver. El
Impresionismo es la victoria de los pinceles sobre los carboncillos.
La nieve da luz, más que frío, al cuadro. Grau Sala supo construir
esos dos blancos, uno sucio, el otro luminoso, que son la vida de
esta pintura. Un tablero de ajedrez de dos casillas, donde ha colo-
cado sus figuras, ya con el combate empezado, en el desorden de
mitad de la partida. El sol rasga el lienzo, al herir de luz la perspec-
tiva urbana escogida para ser
inmortalizada por el arte.
Tiene el cuadro hondura ver-
tical, más que fondo. Las mi-
radas se nos van hacia abajo,
como si algún centro de gravedad nos atrajera las pupilas hacia la
base. El cuadro está lleno de vacío, de aire frío, de luz vesperal que
se adivina breve, fugaz, efímera. En unos momentos, las monjas
habrán cruzado el lienzo, la pareja desaparecerá por abajo, y la
madre y la niña serán ya manchas en la umbría, cuando el tilburí
haya ganado su destino, fuera del cuadro. Y la luz, gloria máxima
de lo efímero, será tan sólo un recuerdo hermoso, en medio de la
tiniebla que se agranda y permanece… Pero habrá quedado todo
ellos en el arte, y, enmarcado, será ya como un aroma de París en
la sala donde se exponga.
“El cuadro no quiere plasmar lo que es, sino lo que
los pinceles ven o pueden ver. El Impresionismo es
la victoria de los pinceles sobre los carboncillos”