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O
pinión
rror de la multitud tienen que demostrar que
mantienen exactamente el mismo nivel que
el resto de días “normales”. El secreto de la
buena hostelería, o de la hostelería simple-
mente decente, es la previsibilidad. Tú tienes
que saber que, si el local está abierto, te van
ofrecer lo mismo siempre, llueva o haga sol,
sin descensos de calidad, sin
aumentos artificiales del pre-
cio por un día ni apelaciones
al desbordamiento de la co-
cina o los camareros. En el
momento en que tú haces honor a un esta-
blecimiento de confiar en él algo tan delica-
do como tu bienestar, el establecimiento no
puede escaquearse de sus responsabilida-
des. No puede no ser previsible. No puede
hace que piques el anzuelo con una exce-
lente comida un día y al siguiente te traten
como a una mierda crédula y pardilla porque
“es que hoy está todo el mundo en la calle, y
ya se sabe”. ¿Por qué lo tenemos que saber?
Mira que se come mal en algunos países
del norte de Europa, pero al menos uno
sabe que va a comer lo mismo de mal inde-
pendientemente del día en que se le ocurra
meterse en un establecimiento hostelero.
No va a haber ningún cambio. Exactamente
ninguno. El camarero lo va a atender con la
misma velocidad, la comida va a ser lo que
uno espera, sin posibles sorpresas, todo va
a ser invariable y esa previsibilidad concede
una calma inusitada al espíritu. La hostele-
ría debe de ser previsible o no es hostelería.
Ya lo decía el mafioso personaje de Ro-
bert de Niro en “Casino”, como director de
un establecimiento hostelero, echándole la
bronca al cocinero: “quiero la misma canti-
dad de arándanos en cada pastel, exacta-
mente la misma”. ¿Va a tener la mafia que
dar lecciones obvias de cómo
deben funcionar las cosas?
Todo debe estar ordenado,
esperado, previsto. En Murcia
has cenado bien por la noche
y por la mañana, como “claro, todo el mundo
está en la calle y hoy no puedes exigir nada”,
te encuentras con que en el mismo sitio te
han cambiado el proveedor (a la baja), te
han cambiado el precio y el camarero ni te
conoce. A esto se le llamaba antes, hoy ya
no sé, falta de profesionalidad.
S
iempre al revés. No hay forma de cambiar los titulares ni
eliminando del almanaque esos días aciagos de rótulos
permutados: la mata –siempre la mata primero- y después
se suicida; a ver por qué ¡coño! no les da por borrarse ellos primero
del mapa y luego que intenten lo que les dé la gana.
Para mí, este tipo perverso y dañino de gente no tienen más
que un nombre y, por muy santas que sean sus madres, ellos
no dejan de ser unos grandísimos hijos de puta, pero tengo un
buen amigo que se empeña en convencerme de que estoy equi-
vocada, de que lo que realmente ocurre es que son unos enfer-
mos, porque nadie en su sano juicio comete una fechoría de tal
calibre. Sin embargo, aceptar esa idea representaría la disculpa
perfecta a su maldad, personalmente creo que eliminar la propia
responsabilidad de sus hechos achacándoselos a un desajuste
del coco sería ser demasiado benevolentes con ellos. Por supues-
to, que en ningún caso niego
que haya enfermos mentales
incapaces de experimentar
la diferencia entre el bien y el
mal y que, para ellos, lo mis-
mo sea retorcerle el cuello a una gallina
que a su madre. Y hasta admito que un
hecho traumático desencadene un epi-
sodio de locura transitoria –acepto de
pleno la idea del Mr. Hyde que nos ha-
bita- en donde se sea capaz de cometer
un crimen... no sé... en defensa propia
o de alguien tan propio como nosotros
mismos, llámese hijos, padres, etcétera.
Pero cuando la cosa va de amenazas,
cuando se comete con premeditación,
y alevosía, por mucho que haya habido
aviso, no se deja de ser traidor y, sobre todo, malo de naturaleza,
no de enfermedad.
Que sí, que ya sé que más de uno está diciendo ahora mismo
que qué hay de ese otro maltrato mucho más solapado y vergon-
zosamente oculto que sufren algunos hombres a manos de muje-
res, pero de eso hablaremos otro día, porque no me negarán que
los lugares en donde pueden terminar unos y otras son bien dis-
tintos: como mucho unos (¡como mucho!) podrían terminar en el
psiquiátrico, pero es que ¡puñetas! ellas terminan siempre en el
cementerio.Y claro, lo peor de todo esto es que no se puede hacer
prácticamente nada o casi nada, porque aunque afortunadamen-
te la sociedad está muchísimo más concienciada que hace unos
años, y las mujeres denuncian más, y los jueces se toman mucho
más en serio estos casos... la verdad es que cuando a uno de estos
embrutecidos tipos, salidos directamente de Atapuerca, se le mete
entre ceja y ceja acabar con su
pareja, poco se puede hacer.
Por regla general, las sufridas
mujeres aguantan y conviven
con sus maltratadores mucho
más tiempo del que debieran aguantar. Di-
cen los antropólogos que la supervivencia
del hombre se debe, precisamente a su in-
finita capacidad de adaptación, lo malo de
eso es que cuando uno se acostumbra a
no respirar va y se muere.
Probablemente poco podemos hacer
quienes denunciamos públicamente lo que
ya estamos cansados de ver en las noti-
cias, pero, qué quieren, aunque tenga que
conformarme con el derecho al pataleo,
eso, ni muerta me lo quitan.
¿MALDAD O ENFERMEDAD?
CICUTA CON ALMÍBAR
Ana María Tomás
“Por regla general, las sufridas mujeres
aguantan y conviven con sus maltratadores
mucho más tiempo del que debieran aguantar”
“No puedes pedir hoy nada ni puedes esperar
nada, porque está todo el mundo en la calle y no
es día para ponerse exquisito ni exigente”.