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O
pinión
¿ÉXITO… O POPULARIDAD?
E
stoy rodeada de amigos cuya mayoría son triunfadores, lo
que ocurre es que unos son conscientes de ello, es decir,
lo saben, otros lo intuyen, y otros no tienen ni puñetera idea
de que lo son, es más, presumen de sentirse unos perdedores. Ya
se sabe, que por tradición, los perdedores suelen ser los que se
pasan la vida en brazos de la poesía, de la utopía, del alcohol o
los alucinógenos que utilizan, en ocasiones, como vehículo para
llegar hasta la inspiración y crear magistrales obras, y, sobre todo,
como decía, en brazos de mujeres (tal vez realmente perdedoras)
cuyo instinto maternal y ternura despiertan con su sentimiento de
hombre fracasado.
Yo suelo decirles que ¡una leche son perdedores!, que eso de la
estética del perdedor está muy bien como idea romántica, propia
de intelectuales y, si me aprietan un poco, de personas sencillas,
modestas, y ciegas a lo que la vida les regala, pero que me pa-
rece una falta de honestidad que puedan definirse como perde-
dores cuando en realidad son triunfadores. Lo que pasa es que
identifican al ganador con el sinvergüenza, con el ladrón de guante
blanco, con el dirigente de grandes multinacionales, con los prota-
gonistas de portada de revistas (¿ven? esos sí que son, para mí,
unos perdedores), con aquellos que al tener fama y reconocimiento
popular se convierten en unos egocéntricos, tan narcisistas, tan
antipáticos, tan vanidosos, tan vacíos, tan imbéciles, que resultan
insoportables.
Una cosa es darse importancia, y otra, reconocerse importante,
si bien es cierto que “es en el fracaso en donde aparece la máxima
medida del hombre” (según María Zambrano), pretender estancar-
se o regodearse en él no me parece más que una parafilia más (un
masoca, vamos).
Yo he tenido la suerte de ganar los primeros premios de varios
certámenes literarios (poesía y narrativa), y, en todos ellos sin
excepción, cuando mis compañeros de concurso recogían el se-
gundo y tercer premio confesaban sentirse sorprendidos de haber
ganado los mencionados puestos, (a mí eso me suena a falsa mo-
destia); yo, y espero que lo que voy a decir no suene a presunción,
sólo me he sorprendido cuando he concursado y no he ganado
ningún premio. Me parece una estupidez concursar en una convo-
catoria esperando no ganar y sorprenderse por conseguir estar de
los primeros.
Una cosa es la soberbia, la vanidad que, como dice Raúl del
Pozo: “es la peor de las arteriosclerosis”, o como diría un amigo mío:
“encajarse las coronas hasta que éstas nos machaquen las neuro-
nas” y, entonces, perdido el norte nos creamos dioses a punto de
reventar por el hinchado ego, y otra cosa es el reconocimiento de lo
que vamos consiguiendo a base de luchar, de aguantar los golpes,
de negarnos a la banalidad y al lugar común; en pocas palabras: el
agradecimiento a la vida.
Considero que el éxito no es el reconocimiento, por parte de los
demás, de algo que hagamos, sino el triunfo de vencer a nuestros
propios enemigos internos. Se puede estar abandonado por todos
(como lo estuvo Cervantes, ocho días antes de morir), se puede
estar desprovisto de todo (como lo estuvo Víctor J. Frankl, en un
campo de concentración nazi), y, no obstante, no sentirse un per-
dedor. Si auténticos triunfadores van por la vida con la estética del
perdedor, probablemente, les vaya bien, pero qué quieren que les
diga, yo no termino de verlo claro.
Ana María Tomás
CICUTA CON ALMÍBAR
Ilustración: Rubén Espín