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C
ultura
El pintor y la modelo,
de Gil Montijano
PINTURAS NARRADAS
Por Santiago Delgado
E
l pintor se echa para atrás. La mo-
delo se inclina hacia adelante. El
lienzo muestra, acaso, el diseño
para un techo, ovalado, primoro-
so, elegante. Hay satisfacción en el artista.
Curiosidad en la mujer. Acaso ha posado
para musa en la gloria tiepolesca del fresco.
Contempla con gusto cómo la sacó el pintor,
sin duda amigo, pues la deja acercarse, es-
pontánea, familiar, atrevida. Se recoge el hal-
da para caminar cómoda. Inclina el hombro
izquierdo y el escorzo queda disimulado, más
perfecto tras los arduos pliegues para quien
sabe mirar. La levita, dorada seda su elegan-
cia impar, se despliega en caídas ondas que
ocultan la silla, austera, común y eficaz. La
negra coleta de una alba peluca posa sobre
la espalda del buen mozo que aún es el ar-
tista. Hay desorden de estudio. Papeles que
sirvieron para documentar la alegoría. Un
jarrón de pinceles y suelo vacío, para real-
zar el conjunto y dar el punto de vista alto.
El tapiz muestra a una santa, con su hagio-
gráfico halo. Y hay un pequeño aparador con
pobre bodegón de peltres y de cobres. Una
mesa de servicio. Desorden, ma non troppo.
Hay gloria de ilustración en el ambiente. Siglo
dieciocho retratado de espaldas.
Algún comentario de la modelo, que, satis-
fecha con las enhiestas formas del cuerpo de
la musa, piensa que el artista aún la quiere,
o la desea, que es lo mismo. Ningún rostro
vemos, pero adivinamos la buena entente
habida en el taller. El óvalo, como un espejo
de lo sustancial, refleja el buen ambiente que
la pareja rezuma por doquier. Contemplación
de dos, contemplación de Dios. Buen dinero
que habrá de cobrar por parte del magnate
que le encargó el techo de su teatro o de su
salón particular, bajo el que habrán de bailar
aristócratas y enriquecidos comerciantes, en
tratos con Indias. Generosos escotes, luna-
res perdidos en los rostros, pelucas, pañuelos de encaje… Reina
algún Borbón en la España de esa segunda mitad de la centuria,
y hay guerras lejanas, que poco importan a los dos, a los artistas
y a sus modelos.
En un instante, la moza dejará caer el amplio vuelo de su falda,
se ajustará el corpiño y aguardará a que su amante haga gesto de
recibirla en su regazo. Aún permanecerá la sonrisa de la satisfac-
ción estética en su rostro, pero ya cambia rápidamente a la llamada
de Eros. Es el tiempo que el pintor del cuadro, no el de la alegoría,
con una sonrisa cómplice de amores, recoge su caballete y sale en
silencio, como invisible del taller.Ya captó el instante cotidiano de la
pintura. Ya desvinculó la trascendencia de la pintura, y nos dejó un
soplo de vida verdadera, de carne y hueso, de realidad humana, en
el tema escogido. Dos espaldas y dos personas juntas por el arte y
el amor, qué importa de qué tipo. El siglo XVIII sorprendido por los
amenes del XIX. Pintado sin pose de los personajes, sin ceremo-
nia, sin cortapisas de protocolo. El Realismo, saltando al Roman-
ticismo por entero, ha buscado este Neoclasicismo desenfadado
para demostrar que siempre hubo normalidad en los humanos, que
no todo fue engolamiento de normas y de reglas. Es una proclama-
ción de los cánones realistas sobre las formas neoclásicas. Incluso
ellos, los amantes de la composición, las proporciones, la sinfonía
cromática… de los libros de las Academias… eran carne de nor-
malidad realista. Gil Montejano (Murcia 1850-1912) ilustró así la
victoria del Realismo sobre el Neoclasicismo. Gran cuadro, lleno de
guiños a la Historia del Arte y de la Humanidad.