Página 35 - RCMAGAZINE12

Versión de HTML Básico

C
ultura
35
LA CARA B
Por Antonio Rentero
Pasión por la fiesta
U
na tarde de septiembre, a mis 13 años, me
preguntó mi tío si quería acompañarle a la
plaza de toros. Descubrí un mundo que me
apasiona desde entonces.
No trato de buscar explicación lógica, ra-
cional, científica… ¿Alguna sustancia contenida en el albero que,
liberada por las evoluciones de los toreos, queda en suspensión?
¿Algún exudado de la piel de las reses bravas se disemina por la
plaza? Tampoco me he molestado en investigarlo pero algunas de
las tardes más emocionantes de mi vida han tenido como banda
sonora un pasodoble, acompañamiento de sol y moscas o merien-
da a base de bota de vino que pasa de mano en mano y un jamón
del que sólo el hueso abandona la plaza tras los seis toros.
He tenido siempre muchos y buenos amigos en el mundo del
toreo, lo que me ha permitido acceder casi siempre al coso sin abo-
nar entrada. Hay quien presume de ver los toros desde la barrera.
Yo he podido hacerlo desde el burladero. Cuando el toro decide
convertirse en espontáneo a la inversa sólo queda la escapatoria
de salir a la arena.
Un amigo me dijo una tarde de feria que la banda de música
donde tocaba participaba en la corrida y me faltó tiempo para po-
nerme camisa blanca y chaqueta azul,
coger una vieja flauta que había por
casa y unirme a ellos, haciendo el pa-
seíllo mientras colocaba la flauta entre
mis labios y simulaba tocar. Seguro que
nunca nadie ha sido espectador de esa guisa.
En el salón de mi casa hay una vitrina donde está resumida la
mayor parte de los lances del toreo que a las lorquianas cinco de
la tarde hacen vibrar a tantas personas. Descubrí una tarde en el
kiosko de prensa frente a la puerta principal del Casino una de esas
colecciones quincenales (la única que he comprado en mi vida) que
en este caso consistía en figuritas de plomo adoptando diversas
posturas que se corresponden con las suertes, pases y tercios.
Pero quizá el trofeo que más riesgo me ha acarreado es el que
una tarde me regaló mi buen amigo Pepín Liria, con quien compartí
aula en el instituto y a quien cubría en sus ocasionales ausencias
debidas a sus compromisos taurinos. Cuando el profesor pasa-
ba lista y decía su apellido yo contestaba “¡presente!”, y como mi
apellido solía ser el siguiente en orden alfabético me apresuraba
a cambiar el tono de voz para volver a contestar inmediatamente
manteniendo el engaño.
Tras una faena recompensada con una oreja, Pepín se acercó al
burladero y me regaló el apéndice. Toda la plaza me miró pregun-
tándose quién sería ese anónimo aficionado al que el torero había
entregado el símbolo de su triunfo. No tuve mejor ocurrencia que
volverme al tendido señalando a Pepín mientras preguntaba “¿al-
guien conoce a este señor?”.
El riesgo al que me refería antes es… ¿qué haces con una oreja
de toro que te ha regalado un torero? No podía tirarla, pero si la ve
mi mujer me mata. En estas cavilaciones andaba cuando se me
encendió la bombilla de las ideas geniales: envolví la oreja de toro
en papel de aluminio y la escondí en el congelador, bajo todo lo
que suele haber en ese espacio helado, especialmente alimentos
que pueden acumular años de encierro térmico, en la esperanza
de que jamás resultaría descubierto, como así fue.
Mucho después, quizá incluso algún
año después, volvió a encenderse la
bombilla de las ideas geniales y decidí
llevar la oreja a un taxidermista para di-
secarla. El profesional me miró como si
me hubiera escapado de un manicomio (algo que piensan a veces
algunas personas) sugiriendo que lo mejor que podía hacer con
esa oreja de toro era tirarla a la basura. Quizá se había roto la
cadena del frío.
Soy
José Manuel López Nicolás
,
y aunque pocos lo saben, soy torero.
“Hay quien presume de ver los
toros desde la barrera. Yo he podido
hacerlo desde el burladero”